Fuimos a la cocina a preparar café. No tanto por el café en si mismo sino más bien para escapar de las miradas presentes.
Las
palabras andan bien cuando se las ayuda con azúcar y cucharitas de té, pero
una vez todo listo, una vez infusión humeante dentro de la taza, una vez primer sorbo...
Ella emitía un montón de sonidos que me eran imposibles de
descifrar. Las palabras se amontonaban en la entrada de mis oídos y, de
tanto en tanto, se mandaban todas juntas sin respetar orden de
llegada. Esto hacía increíblemente difícil darle sentido a lo
que yo suponía habían nacido como frases independientes pero que a esa
altura de la conversa se parecían más a una habitación repleta de las páginas
de un diccionario que estalló y que volaban libremente por ahí, en el centro del
torbellino, desorientado, mi entendimiento.
Yo tenía toda mi concertación enfocada en dejar de golpear la mesa con el dedo con esa incesante repetibilidad, toda.
Ahí
me debatía, entre las paginas doradas u oscuras de una misma noche,
cuando de repente, sin saber cómo ni por qué, el aire entre los cuerpos
desapareció.
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