Era un día gris en la
plataforma. El viento helado venia viajando por miles y miles de kilómetros sobre
el mar sin encontrar obstáculo, hasta que de repente, plaf, me daba de lleno en
la cara y se escurría por detrás del cuello embolsando la capucha de la capa de
lluvia.
Todos habíamos llegado
a la obra a mamar de esa teta gigante que daba leche negra y que la humanidad bebe
con voracidad.
Chicao era la cabeza
del grupo de mecánica, tenía un mentón gordo y grandote que se iba reduciendo a
medida que se desarrollaba el resto de la cara, una cara larga que combinada
con el casco de obrero le daba el contorno de una calabaza negra y peluda. La
hortaliza estaba adornada con una cara sonriente de ceño fruncido, expresiones
complejas si las hay. Chicao era mineiro, y había llegado al sur de Brasil para
trabajar en la obra y para escapar de algunos problemas con la ley. Su forma de
vestir denotaba la poca cultura de frio. El pantalón de jean tamaño hip hop
arrastraba absorbiendo todos los charcos de la plataforma, encima tenía una
capa de lluvia amarillo patito que le terminaba justo sobre los hombros, por
abajo una campera también de jean con corderito adentro llegaba entre los
hombros y el cuello, luego un buzo azul oscuro con cierre y manchas de grasa, más
adentro ya estaba la polera y/o remera, todo a la vista. Tal vestimenta por
capas hacía imposible diferenciar donde terminaba el cuello y empezaban los
brazos y le daba el aspecto de un repollo gigante, o de una concha. Del centro
de la concha emergía la cara anteriormente descrita que daba órdenes hablando a
los gritos.
Giovanni era un negro
negro como la leche y mano derecha de Chicao. Tenía un pasamontaña debajo del casco
que le dejaba el cuello desnudo, los dientes eran tan amarillos. Nunca entendí una
sola palabra de lo que habló. Mientras Chicao gritaba y repartía órdenes al
grupo Giovanni miraba a la nada misma, con las manos atrás del cuerpo escuchaba
como si ya supiera mientras algún ritmo extraño le salía de la cabeza y le recorría
todo el cuerpo haciéndolo moverse como si tuviese una brasa caliente adentro
del buzo, pero en cámara lenta.
Scooby pensaba en su
mujer allá a lo lejos, en lo desgraciado que era por tener que trascender su soledad
en esos cabarulos baratos, en lo inmoral de los amantes y en la picanha que iba
a comer al mediodía. Tenía la cara de Quico viejo.
Sem pescoco se había ganado
su sobrenombre en la obra debido a su cuerpo propio de bicho bolita, era una
especie de jorobado de Notre Dame al que le habían dado una trompada en la boca
del estomago. Solía sentarse a descansar bajo el ángulo de una escalera, el
lugar los hacía estar todavía más encorvado, si los tobillos cuchichiasen entre
ellos él los hubiese oído sin problemas.