Así la vida entre el arrebato de los mercados
polvorientos; de aire amalgamado por especias y pescado, cebo e incienso, grasa
rancia y perfumes de rosas; cabras sudorosas por sol o por cuchillo, gallinas
revoloteando y corriendo (algunas con cabeza), palomas esperando un momento de
la distracción del mercader para lanzarse sobre las montañas de semillas de lino; me enajenó.
Así el alboroto me enajenó.
Fue culpa del círculo, esa forma geométrica diabólica
que es la respuesta más pura a la cuestión más intrínseca del universo. Verme
ahí, atrapado para siempre, abatido por la infinidad, hastiado por la
monotonía, corriendo siempre tras la esperanza, tras la hechizante e incansable
esperanza que perversamente sigue la misma trayectoria, me generó vértigo y náuseas
en las tripas.
El camino trazado era suave y promisorio. Estaba escrito en un libro sagrado que nadie había
leído, cuestión menor, eran cosas que se sabían. Era lo que tenía que hacer, era
la vida, sin cuestión ni duda.
Pero yo he conocido a las verdades absolutas y
su peligro. Yo he visto como ese monstruo se sentaba en tronos de oro con la
sangre hasta las rodillas. He visto como embaucaba almas y pulverizaba razones,
como se le reía en la cara a Dios, como le ajustaba las cadenas al cuello y lo arrastraba
por el barro. Entonces ya no pude dejarme caer, mi propio amor me lo impedía.
Y me detuve. Por un momento sentí que el mundo,
rebosante de inercia, me pasaría por encima y me destrozaría todos los huesos.
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